"Corriente depresiva". Antoni Puigverd, La Vanguardia, 25/06/10.
Es inevitable dejarse impactar por la visión de los restos de los cuerpos troceados esparcidos por la vía, por las descripciones de los testigos que hablan de cabezas separadas del tronco, de huesos machacados, de una joven madre gritando en el andén mientras el marido y la hijita son aplastados. Es socialmente positivo añadir las propias lágrimas a las lágrimas de los familiares de las víctimas del pavoroso accidente del apeadero de Castelldefels y sumar la propia extrañeza cívica a los lamentos y quejas de los testigos.
Pero es necesario distanciarse de la emoción para no dejarse atrapar por ella. En la era audiovisual, toda tragedia tiende a la trivialidad. Tiende a ello debido a la curiosa manera con que los medios la convierten en un tornado sentimental. Se arrastran unos a otros, obsesivamente, en torno a un único eje temático. Y de la misma arbitraria manera se despegan interesándose por cualquier otro. Los temas son distintos: asesinatos espeluznantes, escándalos de corrupción, catástrofes, alarmas médicas, ataques terroristas o infortunios como el de Castelldefels. Pero la espiral que se genera a su alrededor es idéntica. Y también la exigencia: encontrar una explicación sencilla y deducir un culpable sobre el que vaciar la energía neurótica.
La capacidad del ciudadano para asumir las desgracias que ocurren a su alrededor y de solidarizarse sinceramente con ellas es limitada, con lo que las espirales mediáticas tienden a convertirse en rutinaria música de fondo del telediario. En un hilo musical tan superficial como de fácil desconexión. El civismo que se construye sobre estas emociones es tan fácil como obligatorio, tan inevitable como prescindible.
Cuatro errores humanos de factura diversa se concatenaron para provocar la tragedia del apeadero de la playa de Castelldefels. La tendencia social, cada vez más visible, a transgredir las normativas públicas (saltar por las vías); el gregarismo de una masa festiva y despreocupada; la estrechez del paso subterráneo del apeadero (que refleja la fragilidad y pequeñez de nuestras infraestructuras, que sufren una presión social enorme); y la peligrosa fluencia en una pequeña estación de cercanías de trenes veloces que transitan a toda máquina entre masas de usuarios.
La desgracia de estos jóvenes que iban de verbena y acabaron arrollados por un tren es indecible. Las secuelas personales y familiares serán tremendas. Pero entrar en un nuevo proceso inquisitorial de responsabilidades no calmará dolores, los aumentará. No existe una causa precisa del siniestro, una verdad sencilla. El accidente de Castelldefels expresa con gran dramatismo las complejidades y límites de la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Alimentar con el picante de la flagelación las emociones del luto no devolverá la vida a nadie. Pero alimentará la única corriente de fondo que no cesa de avanzar: la corriente depresiva.
Pero es necesario distanciarse de la emoción para no dejarse atrapar por ella. En la era audiovisual, toda tragedia tiende a la trivialidad. Tiende a ello debido a la curiosa manera con que los medios la convierten en un tornado sentimental. Se arrastran unos a otros, obsesivamente, en torno a un único eje temático. Y de la misma arbitraria manera se despegan interesándose por cualquier otro. Los temas son distintos: asesinatos espeluznantes, escándalos de corrupción, catástrofes, alarmas médicas, ataques terroristas o infortunios como el de Castelldefels. Pero la espiral que se genera a su alrededor es idéntica. Y también la exigencia: encontrar una explicación sencilla y deducir un culpable sobre el que vaciar la energía neurótica.
La capacidad del ciudadano para asumir las desgracias que ocurren a su alrededor y de solidarizarse sinceramente con ellas es limitada, con lo que las espirales mediáticas tienden a convertirse en rutinaria música de fondo del telediario. En un hilo musical tan superficial como de fácil desconexión. El civismo que se construye sobre estas emociones es tan fácil como obligatorio, tan inevitable como prescindible.
Cuatro errores humanos de factura diversa se concatenaron para provocar la tragedia del apeadero de la playa de Castelldefels. La tendencia social, cada vez más visible, a transgredir las normativas públicas (saltar por las vías); el gregarismo de una masa festiva y despreocupada; la estrechez del paso subterráneo del apeadero (que refleja la fragilidad y pequeñez de nuestras infraestructuras, que sufren una presión social enorme); y la peligrosa fluencia en una pequeña estación de cercanías de trenes veloces que transitan a toda máquina entre masas de usuarios.
La desgracia de estos jóvenes que iban de verbena y acabaron arrollados por un tren es indecible. Las secuelas personales y familiares serán tremendas. Pero entrar en un nuevo proceso inquisitorial de responsabilidades no calmará dolores, los aumentará. No existe una causa precisa del siniestro, una verdad sencilla. El accidente de Castelldefels expresa con gran dramatismo las complejidades y límites de la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Alimentar con el picante de la flagelación las emociones del luto no devolverá la vida a nadie. Pero alimentará la única corriente de fondo que no cesa de avanzar: la corriente depresiva.