"El futuro de la cuestión democrática". Tarso Genro, El País, 13/04/12.
El debate ideológico sobre el socialismo en la época industrial constituyó un rico patrimonio de ideas para el desarrollo del sistema de derechos y sus instrumentos de protección en las sociedades democráticas contemporáneas. Este debate no solamente enriqueció el sistema de protección social de los respectivos Estados, sino que sirvió también de estímulo a un ciclo de reformas y revoluciones nacional-democráticas durante el siglo pasado.
Su contenido libertario influyó significativamente, por ejemplo, en el fin de la guerra de Vietnam, en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos (formando allí una izquierda socialdemócrata, de la cual el presidente Obama es hijo ilustre) e influyó también en la revolución cubana y en las revueltas de Mayo del 68.
En las diversas formas de lucha que los demócratas radicales, los socialistas y los comunistas desarrollaron en América Latina en los años sesenta y setenta estuvieron siempre presentes los argumentos sobre la incompatibilidad de la democracia con el capitalismo, que hoy sigue debatiéndose. Actualmente, los derechos sociales conquistados duramente y el sistema de protección que les corresponde no están solamente amenazados sino que, incluso, pueden sucumbir a través de mecanismos internos del propio sistema democrático. Cómo conservar esos derechos sociales conquistados dentro del capitalismo es en el presente la cuestión de mayor controversia.
Desde los años ochenta hasta hoy han cambiado pocas cosas. Ha quedado claro que una nueva sociedad de clases emergió del mundo digital, “globalizado”, que redujo —si es que no aniquiló— el potencial universalista de las luchas de las clases trabajadoras. Estas empezaron a retroceder cada vez más hacia el interior de las fronteras nacionales para proteger las conquistas históricas del movimiento obrero, “nacionalizando” así las luchas por el salario y el empleo.
La reacción para internacionalizar la tutela financiera ha sido tardía: el capital ha radicalizado sus estrategias de especulación, superando las fronteras nacionales; los trabajadores, de manera reactiva, han llevado la defensa de sus conquistas al ámbito de sus respectivos territorios a través de la forma abstracta de la “defensa de unos derechos” que se han incorporado a las Constituciones nacionales.
Hacer compatibles las luchas democráticas con la globalización financiera, tal como ahora se concibe, no es algo viable mientras no se produzca una internacionalización de la lucha con el objetivo de que los Estados nacionales recuperen sus funciones públicas internas. O sea, más que “ceder soberanía”, como reza la cartilla de la Unión Europea, deberían ajustarse cooperaciones soberanas e interdependientes,Con obligaciones y responsabilidades proporcionales.
Resulta evidente, en ese contexto, que incluso las democracias más consolidadas han sido amenazadas por la crisis del sistema financiero global. Es cada vez más clara la incompatibilidad objetiva entre el proceso de enriquecimiento sin trabajo (propia de la actual fase del capitalismo global) con los sistemas sociales democráticos establecidos. Cabe preguntarse si no es lícito abrir un debate honesto sobre las relaciones entre la democracia y el socialismo (y lo que quedó de la socialdemocracia), considerándolos no conceptos herméticos y “cerrados” (o como modos de producción “pre-configurados”), sino más bien tomándolos como ideas reguladoras.
Las disputas ideológicas sobre el futuro de la idea socialista que surgió con las grandes revoluciones y reformas del siglo XX parecen no conmover ya a la izquierda mundial. Con excepción de algunas corrientes autorreferenciales, como los representantes del viejo proletariado del siglo XX —que radicalizan un economicismo tardío a través de viejas ideas, de un “marxismo” cada vez mas positivista-naturalista—, los socialistas actuales, diseminados alrededor de los diversos partidos comunistas, socialistas y socialdemócratas del mundo, poco han avanzado en este debate.
De ese modo, la mayoría de estas organizaciones políticas, de forma voluntaria o forzada, se plegaron al poder normativo del capital financiero.
Mi tesis es que el debate no se promueve por dos motivos fundamentales: primero, porque la dirección de los Gobiernos de estas izquierdas se enfrentan a la cuestión de la gobernabilidad democrática a partir de acuerdos bastante amplios con aliados a los que este tema les pondría los pelos de punta; y segundo, porque las tareas de gobierno tienden a sustituir la reflexión teórica por la necesidad empírica de “resolver las cosas”.
Pero resolverlas para responder a exigencias que son ajenas a la “construcción de la igualdad” o, incluso, a un sistema neosocial-demócrata. La vieja socialdemocracia está sin respiración en Europa y el socialismo no existe ya en ningún lugar de Occidente, salvo que se considere como tal el de Cuba.
Hay, sin embargo, una razón de fondo que oculta las dos citadas anteriormente y que provoca pasividad y silencio en la cultura socialista de izquierda en la actual coyuntura mundial: es el rechazo, consciente o inconsciente —por incapacidad u opción— de abordar la cuestión de la igualdad social junto a la cuestión democrática.
Con este ejercicio se manifestaría claramente la dificultad, hoy, de mantener las bases electorales mayoritarias para “soportar” un régimen económico-social que tendiese fuertemente a suprimir desigualdades a través de una distribución socialista, dentro de la democracia política y con elecciones periódicas. El casino neoliberal ha conseguido formar una sociedad que es dueña de una cultura mayoritariamente contraria a la igualdad y a la solidaridad social.
Queda claro por qué la social-democracia típicamente moderada y reformista —que asumieron los Gobiernos de izquierda en este período— retrocedió en la cuestión de la “utopía socialista” para preservarse en la cuestión de la “utopía democrática”. Abdicó, así, de la idea de la “igualdad” en el interior del proyecto democrático —siempre presente en las diversas propuestas socialistas y reformistas históricas— para asumir la idea de “fraternidad” en abstracto, presente en la idea de solidaridad genérica contenida en el Estado social de derecho.
Esta fraternidad solo funciona en el sistema global actual como exigencia de renuncia para los “de abajo”. No como sacrificio compartido con los “de arriba”. Y funciona, en momentos de bonanza, como distribución limitada de recursos “para los de abajo” (a través del salario u otras prestaciones sociales) y como acumulación ilimitada de riqueza para los “de arriba” (a través del lucro y de la especulación financiera). Esta contradicción es la que viene generando una incompatibilidad global entre capitalismo y democracia, y es la que lanza una justificada inquietud sobre el futuro de las democracias, incluso en Europa.
Las experiencias socialistas “reales” resolvieron autoritariamente este dilema (de máxima desigualdad aceptable y de máxima igualdad posible) a través de los privilegios regulados en el aparato de Estado y en el partido. Sus cuadros, de esta manera, se fueron liberando de sus compromisos originarios y simulando que la “igualdad verdadera” llegaría “enseguida allí”, en un futuro indeterminado. La socialdemocracia “de izquierda” —Suiza, Suecia, Dinamarca, Noruega— reguló la “desigualdad máxima” y organizó una economía y unos modos de vida más duraderos que supusieron para sus destinatarios menos renuncias que las experiencias soviéticas.
Puede decirse que ambas experiencias, tanto la socialdemócrata como la socialista durante el siglo XX —independientemente de su legitimidad democrática—, fueron formas específicas de capitalismo (de “Estado” o “mixto”), que promovieron parámetros importantes de igualdad social. Dejaron, sin embargo, abierta la cuestión de una verdadera democracia socialista como modelo universal, en la cual la diferencia entre “máxima desigualdad aceptable” y “mínima igualdad exigible” sea establecida como proyecto universal para un mundo fundado en la paz y en la justicia.
La democracia pierde cada vez más su prestigio frente a los pobres y empobrecidos. El socialismo deja de ser recordado como una utopía posible de igualdad. La izquierda tiene el deber ético de retomar este debate y también esta utopía.
Tarso Genro ha sido ministro de Educación, de Relaciones Institucionales y de Justicia en los Gobiernos brasileños del presidente Lula (2002-2009). Actualmente es gobernador de Rio Grande do Sul por el Partido del Trabajo.
Su contenido libertario influyó significativamente, por ejemplo, en el fin de la guerra de Vietnam, en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos (formando allí una izquierda socialdemócrata, de la cual el presidente Obama es hijo ilustre) e influyó también en la revolución cubana y en las revueltas de Mayo del 68.
En las diversas formas de lucha que los demócratas radicales, los socialistas y los comunistas desarrollaron en América Latina en los años sesenta y setenta estuvieron siempre presentes los argumentos sobre la incompatibilidad de la democracia con el capitalismo, que hoy sigue debatiéndose. Actualmente, los derechos sociales conquistados duramente y el sistema de protección que les corresponde no están solamente amenazados sino que, incluso, pueden sucumbir a través de mecanismos internos del propio sistema democrático. Cómo conservar esos derechos sociales conquistados dentro del capitalismo es en el presente la cuestión de mayor controversia.
Desde los años ochenta hasta hoy han cambiado pocas cosas. Ha quedado claro que una nueva sociedad de clases emergió del mundo digital, “globalizado”, que redujo —si es que no aniquiló— el potencial universalista de las luchas de las clases trabajadoras. Estas empezaron a retroceder cada vez más hacia el interior de las fronteras nacionales para proteger las conquistas históricas del movimiento obrero, “nacionalizando” así las luchas por el salario y el empleo.
La reacción para internacionalizar la tutela financiera ha sido tardía: el capital ha radicalizado sus estrategias de especulación, superando las fronteras nacionales; los trabajadores, de manera reactiva, han llevado la defensa de sus conquistas al ámbito de sus respectivos territorios a través de la forma abstracta de la “defensa de unos derechos” que se han incorporado a las Constituciones nacionales.
Hacer compatibles las luchas democráticas con la globalización financiera, tal como ahora se concibe, no es algo viable mientras no se produzca una internacionalización de la lucha con el objetivo de que los Estados nacionales recuperen sus funciones públicas internas. O sea, más que “ceder soberanía”, como reza la cartilla de la Unión Europea, deberían ajustarse cooperaciones soberanas e interdependientes,Con obligaciones y responsabilidades proporcionales.
Resulta evidente, en ese contexto, que incluso las democracias más consolidadas han sido amenazadas por la crisis del sistema financiero global. Es cada vez más clara la incompatibilidad objetiva entre el proceso de enriquecimiento sin trabajo (propia de la actual fase del capitalismo global) con los sistemas sociales democráticos establecidos. Cabe preguntarse si no es lícito abrir un debate honesto sobre las relaciones entre la democracia y el socialismo (y lo que quedó de la socialdemocracia), considerándolos no conceptos herméticos y “cerrados” (o como modos de producción “pre-configurados”), sino más bien tomándolos como ideas reguladoras.
Las disputas ideológicas sobre el futuro de la idea socialista que surgió con las grandes revoluciones y reformas del siglo XX parecen no conmover ya a la izquierda mundial. Con excepción de algunas corrientes autorreferenciales, como los representantes del viejo proletariado del siglo XX —que radicalizan un economicismo tardío a través de viejas ideas, de un “marxismo” cada vez mas positivista-naturalista—, los socialistas actuales, diseminados alrededor de los diversos partidos comunistas, socialistas y socialdemócratas del mundo, poco han avanzado en este debate.
De ese modo, la mayoría de estas organizaciones políticas, de forma voluntaria o forzada, se plegaron al poder normativo del capital financiero.
Mi tesis es que el debate no se promueve por dos motivos fundamentales: primero, porque la dirección de los Gobiernos de estas izquierdas se enfrentan a la cuestión de la gobernabilidad democrática a partir de acuerdos bastante amplios con aliados a los que este tema les pondría los pelos de punta; y segundo, porque las tareas de gobierno tienden a sustituir la reflexión teórica por la necesidad empírica de “resolver las cosas”.
Pero resolverlas para responder a exigencias que son ajenas a la “construcción de la igualdad” o, incluso, a un sistema neosocial-demócrata. La vieja socialdemocracia está sin respiración en Europa y el socialismo no existe ya en ningún lugar de Occidente, salvo que se considere como tal el de Cuba.
Hay, sin embargo, una razón de fondo que oculta las dos citadas anteriormente y que provoca pasividad y silencio en la cultura socialista de izquierda en la actual coyuntura mundial: es el rechazo, consciente o inconsciente —por incapacidad u opción— de abordar la cuestión de la igualdad social junto a la cuestión democrática.
Con este ejercicio se manifestaría claramente la dificultad, hoy, de mantener las bases electorales mayoritarias para “soportar” un régimen económico-social que tendiese fuertemente a suprimir desigualdades a través de una distribución socialista, dentro de la democracia política y con elecciones periódicas. El casino neoliberal ha conseguido formar una sociedad que es dueña de una cultura mayoritariamente contraria a la igualdad y a la solidaridad social.
Queda claro por qué la social-democracia típicamente moderada y reformista —que asumieron los Gobiernos de izquierda en este período— retrocedió en la cuestión de la “utopía socialista” para preservarse en la cuestión de la “utopía democrática”. Abdicó, así, de la idea de la “igualdad” en el interior del proyecto democrático —siempre presente en las diversas propuestas socialistas y reformistas históricas— para asumir la idea de “fraternidad” en abstracto, presente en la idea de solidaridad genérica contenida en el Estado social de derecho.
Esta fraternidad solo funciona en el sistema global actual como exigencia de renuncia para los “de abajo”. No como sacrificio compartido con los “de arriba”. Y funciona, en momentos de bonanza, como distribución limitada de recursos “para los de abajo” (a través del salario u otras prestaciones sociales) y como acumulación ilimitada de riqueza para los “de arriba” (a través del lucro y de la especulación financiera). Esta contradicción es la que viene generando una incompatibilidad global entre capitalismo y democracia, y es la que lanza una justificada inquietud sobre el futuro de las democracias, incluso en Europa.
Las experiencias socialistas “reales” resolvieron autoritariamente este dilema (de máxima desigualdad aceptable y de máxima igualdad posible) a través de los privilegios regulados en el aparato de Estado y en el partido. Sus cuadros, de esta manera, se fueron liberando de sus compromisos originarios y simulando que la “igualdad verdadera” llegaría “enseguida allí”, en un futuro indeterminado. La socialdemocracia “de izquierda” —Suiza, Suecia, Dinamarca, Noruega— reguló la “desigualdad máxima” y organizó una economía y unos modos de vida más duraderos que supusieron para sus destinatarios menos renuncias que las experiencias soviéticas.
Puede decirse que ambas experiencias, tanto la socialdemócrata como la socialista durante el siglo XX —independientemente de su legitimidad democrática—, fueron formas específicas de capitalismo (de “Estado” o “mixto”), que promovieron parámetros importantes de igualdad social. Dejaron, sin embargo, abierta la cuestión de una verdadera democracia socialista como modelo universal, en la cual la diferencia entre “máxima desigualdad aceptable” y “mínima igualdad exigible” sea establecida como proyecto universal para un mundo fundado en la paz y en la justicia.
La democracia pierde cada vez más su prestigio frente a los pobres y empobrecidos. El socialismo deja de ser recordado como una utopía posible de igualdad. La izquierda tiene el deber ético de retomar este debate y también esta utopía.
Tarso Genro ha sido ministro de Educación, de Relaciones Institucionales y de Justicia en los Gobiernos brasileños del presidente Lula (2002-2009). Actualmente es gobernador de Rio Grande do Sul por el Partido del Trabajo.
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