"Vida de una criada, una historia de España", Domingo Marchena, La Vanguardia, 30/08/2024.

 

Foto de l'article original de La Vanguardia.

Murió mi mujer. Once días después, mi suegra, que me quería como a un hijo y que vivía con nosotros. Estas serán mis únicas frases tristes. No porque la amputación sea soportable, sino porque las personas a las que queremos tanto merecen que las recordemos con alegría. O al menos que lo intentemos. No tengo fuerzas para hacerlo con mi mujer: 45 años juntos. Pero creo que sí podré hacerlo con mi segunda madre. 

Esta serie semanal es una apuesta personal y arriesgada de alguien a quien también quiero muchísimo y que no puedo citar porque es la modestia personificada. Los artículos se interrumpieron abruptamente el pasado 12 de enero. Aquella última entrada hablaba de hospitales, de la adversidad y de la esperanza. Ahora ya sabéis por qué se interrumpió. Murió la esperanza. También mi mujer. Y once días después, mi suegra. 

Diremos que mi suegra se llamaba Puri, aunque su nombre de pila era otro, pero nos referiremos así a ella porque desgraciadamente ya no le podemos preguntar si le parece bien ser la protagonista con sus señas de un reportaje en el canal Comer. Méritos atesoraba de sobras. Era una cocinera excepcional. El ingrediente primordial de todos sus platos era el amor. Fue muchacha del servicio, chacha y criada. 

Todos esos nombres tuvo en las casas donde sirvió. A veces era simplemente “la Puri”, “la chica” o “la nueva”. Trabajó en hogares pudientes con un servicio doméstico muy nutrido (niñeras, planchadoras, camareras, cocineras…). Hija de una familia numerosa (dos varones y cuatro chicas: ella era la penúltima y solo le sobrevive su hermana pequeña), nació en Jimena (Jaén), un pueblo-isla en un océano de olivos. 

Muy jovencita, en una época en que las mujeres eran tratadas como un cero a la izquierda (no podían obtener el pasaporte ni abrir una cuenta bancaria sin permiso del padre o del marido), decidió que aquel municipio la agobiaba y emigró a Barcelona, siguiendo los pasos de su hermana inmediatamente mayor, Fina, cocinera en casas de posibles y que le enseñó muchas recetas. Eran elaboraciones fuera de su alcance. 

Pero donde no llegaba el bolsillo, llegaba su ingenio. Sustituyó los condimentos más caros por otros accesibles, sin que nadie lo notase. Fue una alquimista de los fogones. Sin embargo, de mayor le parecía un prodigio culinario que le preparasen una simple tortilla a las finas hierbas, como las del Pereira de Tabucchi. Eso fue cuando al libro de su mente ya le empezaban a faltar páginas por el Alzheimer, la desmemoria o la vejez.… 

También se las ingenió para que seis personas cupieran en una caja de cerillas de protección oficial (ella, su marido y sus dos hijos, más su suegra y un cuñado soltero a los que acogió de recién casada y hasta que fallecieron). En menos de 70 metros cuadrados, en una vivienda de protección oficial, con un único y diminuto cuarto de aseo, sin ascensor y con paredes de ladrillo sin revoque. ¿Cómo pudo hacerlo sin un reproche?

¿Os he dicho ya que su mejor aliño era el amor? Pues eso. La vida de Puri, de todas las Puris, debería ser asignatura obligatoria en la historia de España. Hombres y mujeres sin infancia, que crecieron sin estudiar, con muchos agobios, en un país oprimido y que lo dieron todo por los suyos. Hombres y mujeres que hicieron fantasear a sus hijos con la falacia de que eran de clase media “porque pobres no somos y ricos tampoco”. 

Puri era capaz de convertir unos huevos escalfados con bechamel en un plato para sibaritas. Una cazuela de rape y langosta sin rape ni langosta en una exquisitez que habría llevado al éxtasis a un gourmand tan exquisito como Rossini. De sus tiempos de criada, oficio que solo dejó cuando se casó, recordaba muchos sinsabores. Todos los perdonó, pero le dolió mucho uno que le pasó al servicio de unos conocidos burgueses. 

El paterfamilias tenía intereses en la aduana y acabaría huyendo de España para sortear unos problemas legales de los que nunca respondió. Puri, que parecía un personaje del dibujante Escobar, pero sin los resabios de su Petra, criada para todo, se armó un día de valor. Ya tenía novio para entonces, el hombre con el que se acabaría casando, un enamorado del fútbol y de las transmisiones radiofónicas de los partidos. Le preguntó a su patrón si le podría conseguir un transistor Grundig. No quería ni que se lo regalara ni comprarlo a plazos. Quería pagarlo a tocateja con sus ahorrillos para sorprender a su novio, pero los aparatos llegaban a cuentagotas y pensó que los contactos del señor le allanarían el camino. Cuando se retiraba, escuchó como la señora de la casa decía: “No, si llegará un día en que estas querrán comer con Coca-cola”. 

Al final le trajeron la radio. Y aquella pareja se casó. Puri dejó de deslomarse en casas ajenas para deslomarse en su propia casa, cuidando de su marido, su suegra y su cuñado. Y de los niños cuando llegaron: una chica y un chico. Siguió ayudando a la economía doméstica haciendo malabarismos y cosiendo (la costura era, junto a la cocina, su gran pasión). Trabajaba a destajo para grandes marcas que luego solo ponían la etiqueta. 

Sin millones de vidas como las de Puri no existiría nada de lo que tenemos. Ellas y ellos, personajes anónimos, impulsaron el crecimiento económico, la recuperación de las libertades y el país del que disfrutamos ahora, que podría ser mucho mejor, claro que sí, pero que también podría ser mucho peor de no haberse beneficiado de sus tesones y afanes. Con la historia de nuestras Puris se puede escribir la biografía de España.

Muchos años después, cuando la juventud era un recuerdo lejano, fue a visitar a la señora del transitor Grundig a su chalet de la Costa Brava. Adiós a una época en blanco y negro. Ni siquiera aquellos patricios podían permitirse ya un servicio doméstico tan numeroso como antaño, y menos en verano. “¿Qué quieres tomar, Puri?”. La señora se ruborizó y se disculpó por tener que ir ella misma a por una bandeja a la cocina. 

Lo peor de una casa vacía repentinamente son los fantasmas que salen al paso constantemente en forma de fotos, objetos, recuerdos y ropas en perchas como banderas flácidas, sin viento. En eso pensaba ayer, cuando encontré en una revista dos recetas manuscritas de mi suegra. Allí volvía a estar ella. Su letra apretada e infantil, sus faltas ortográficas (no pudo completar la escolarización) y sus trucos para que “la lubina sepa a besugo”. 

Mi suegra no sabía quién es Bob Dylan, pero estaría de acuerdo con él en que “los tiempos están cambiando”. Se lo confirmaría ver a su antigua patrona sonrojarse por hacer algo que ella hizo tantos años y con tanta dignidad: trajinar en la cocina. No fue rencorosa y nunca la vi beber nada que no fuera agua, aunque aquel día se permitió una pequeña venganza. Coca-cola. Le dijo a la señora que le apetecía tomarse una coca-cola.

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